inaguro este rincón...
orillero...

de este lado ya había
mates llenos de risa,
mucho ruido,
y muchas nueces,
luces brillos jazz y tango,
montones de preguntas sin contestar,
un dolor silencioso e innombrable,
las palabras mas sensatas
en boca de quien prefirió decir dibujando,
y una vedette con preocupaciones geopolíticas...

traigo de allá,
un poco de carnaval en la mochila,
la nostalgia que pesqué en el río,
unos cuantos abrazos,
algo de magia que pasó de contrabando,
ladridos del tafa,
piedritas de lagos y mares en los zapatos,
el sonido de los tambores,
y un poco de maquillaje que me dejó un murguista al bajar del tablado

vamos a ver qué sale...
quien sabe...





¿Vio?

La verdad es que desde que llegó al edificio el señor Olmos siempre me pareció un poco... raro.

No, no sé... no sabría decirle exacto qué era; pero recuerdo que desde el primer día que lo vi me dio desconfianza.
No era maleducado, no. Pero era de esas personas que se nota que nunca sonríen, ¿vio?
No le recuerdo frase que no sea “permiso”, “buenas tardes”, “buenos días”. Nada más. Fuera de eso, señor comisario, el señor Olmos nunca hablaba con nadie. ¿Lo puede creer? Nunca.
Al principio no hacía mucho ruido, y que yo sepa nunca venía gente a visitarlo; al menos en horarios decentes, en los que una está despierta.
Recuerdo que desde los primeros días ya entraba a su departamento con unas bolsas negras enormes, como de consorcio. Y también sacaba mucha basura.

¿Cómo dice? Ah, y por lo menos una bolsa grande por día, o dos... Enseguida nos dimos cuenta de que era mucho para un señor que vive solo, ¿verdad?
No hacía muchas compras. No se qué era lo que tiraba, porque nunca lo dejaba en el cuartito del pasillo, no no no... siempre bajaba la basura hasta la puerta, justo a la hora en que pasaba el camión. No digo que me hubiera fijado, tampoco. No me va a dar por revisarle la basura a los vecinos, no vaya a pensar, pero al menos tendría alguna idea... algo para contarle...

¿Cómo? No le entiendo qué me quiere decir, señor comisario...
Ah, sólo lo que yo vi... sí sí, le entiendo... sí sí sí, sigo, sigo...
Lo primero que nos llamó la atención a todos fueron esos dibujos que se le cayeron en la escalera... eran de lo más horrorosos... dibujos de cuerpos de mujeres desnudas, comisario ¡desnudas! Y dibujos de partes de cuerpos... se lo digo y me vuelven a dar los escalofríos aquellos, como cuando doña Mercedes, la señora del segundo “A” ¿vio? los encontró y me los trajo para que los viera.
Entonces todos empezamos a prestar más atención. Imagínese, con las cosas que uno ve en la tele, con todo lo que pasa...
Y ahí empezamos a notar los ruidos. No eran muy fuertes, pero siempre iguales, se notaba que cortaba o rompía algo, no se qué, usté me preguntará si me sonaba a que eran huesos, pero no le podría contestar, porque yo no sé como suena un hueso cuando lo cortan. Pero era algo duro, que hacía un ruido espantoso cuando lo rompía, eso seguro...

¿Qué cosa comisario? Ah... ¿que no me preguntó lo de...? Sí sí sí, es un modo de decir, ¿vio? Sí sí sí.... que no es un interrogatorio, que declare nomás, sigo, sigo...
Martín, el muchacho que vive al lado del señor Olmos, le comentó a mi hija que siempre se oía música. Esa música de orquesta, ¿vio? ¿Cómo se dice? Clásica, sí sí, eso, música clásica; y que había notado que cuando esa música subía el volumen, se oían de fondo más ruidos adentro del departamento del señor Olmos. ¿no le parece un horror comisario?
Lo peor eran los llantos. Eso era menos seguido, pero cada tanto se escuchaba, un llanto, suavecito, como de niño... se lo cuento y se me pone la piel de gallina, fíjese...

¿Esta mañana? Sí sí sí, yo le contaba lo otro, ¿vio? Para que entienda, como venía la mano... Pero claro, a estas horas, usté ya se querrá ir de esta oficina, ¿no? Tan chiquita esta oficina, y ni una ventanita, señor comisario, ¿no se ahoga acá adentro con estos calores?

Esta mañana, sí sí sí... bueno.. esta mañana yo estaba en casa, preparando puchero. Le aclaro que era puchero, porque con el vapor de la cacerola yo no sentí nada del olor que venía de afuera. Así que recién me enteré cuando ya estaban otros vecinos y empezaron a hacer ruido. Ya cuando había mucho ruido, porque antes como estaba con la radio escuchando el programa del Negro Oro, que me encanta y que lo escucho siempre, no me di cuenta de que ya estaban todos ahí en la puerta, enfrente de mi casa.
Parece que se sentía un olor de algo peligroso... ¿cómo? Ah, no sé no sé... yo no sabría decirle, por esto que le explicaba del puchero, pero el doctor Pantano, el del cuarto “A” que es un señor muy serio, me dijo que tuvo que bajar de su casa a ver de dónde venía ese olor, y estaba muy preocupado el doctor, así que debía ser muy muy peligroso pensamos todos ¿vio?
Yo cuando salí ya estaba el doctor, y doña Mercedes, y la señora del encargado con su hijo, el Quique, ese grandote ¿vio? El que está sentado acá en el pasillo, atado...

¿Qué me dice? Ah, claro claro, esposado, sí... eso quise decir.
Sigo, sí sí, sigo... Parece que hacía rato que le tocaban timbre y el señor Olmos no abría, y ahí todos empezaron a sospechar, claro... ¿por qué no le iba a abrir a los vecinos, no? Algo seguro que escondía, pensamos todos. ¿Me entiende, señor comisario?
Y ahí nomás fue que el Quique, el hijo del encargado, ese que le decía, empezó a tratar de abrirle la puerta.

¿Cómo? Ah...no sé...pateando la puerta, digo yo, que lo habrá intentado...Pero no, yo no estaba, estaba adentro, ¿se acuerda? con la radio y el puchero.
Con esos ruidos fue que yo salí al pasillo. Imagínese, la impresión que me dió, que ni apagué el puchero...
Y cuando la tiró abajo la puerta ahí estaba parado el señor Olmos, con una cara de susto que usté no se puede imaginar, pero congelado ahí nomás y no llegó a decir palabra antes de que el Quique se le fuera encima.
Y yo ahí ni mirar quise, que me dan una impresión bárbara esas cosas, pero escuchaba los golpes y al Quique que le gritaba, como un loco: “ya no te vas a meter más con nadie” le decía, “viejo asesino” y otras cosas que yo no me animo a repetir delante suyo, señor comisario... y el señor Olmos no decía nada. No sé, al menos si hubiera dicho algo... quién sabe qué habría pasado, pero calladito se dejaba pegar, como quien sabe que se lo merece, ¿vio?
Y bueno, después de un rato ya hubo que pararlo al Quique porque el señor Olmos ni se movía...
Y ahí entramos a la casa, y recién ahí vimos como era la cosa, cuando abrimos las ventanas para que se fuera el olor, que parece que al final era de pegamento, o de pintura, no entendí bien. Recién ahí vimos los estantes, llenos de muñecas, que él arreglaba, parece. A quien se le iba a ocurrir, comisario, un señor grande, tan serio, ocupándose de esas cosas...

Eso sí, comisario... yo le quería preguntar.... si usté pudiera.... si pudiera decirme... con todo esto que pasó... el señor Olmos... está... ¿está vivo?

La Muñeca cruza el charco

Bajaron del barco con los rostros tan cansados como expectantes. Mas ansiosos de fumarse un pucho que de observar la ciudad que los recibía, se fueron amontonando en la salida del puerto, como juntando envión para arrancar.
Los colores de los trajes asomaban por debajo de las fundas, derramando un poco de carnaval sobre el gris asfalto del estacionamiento.
Algunos apuraban el amanecer de las gargantas entonando parte del repertorio.

Abrazos, sonrisas, preguntas. Ya estaban acá. Había llegado el día de actuar por primera vez fuera del paisito. “Nuestra primera presentación internacional” bromeó uno dándose coraje.

Como al azar, a repartir murguistas, trajes y mochilas en los autos que llegaron a recibirlos. Hacia el teatro. El trayecto no se parece en nada a una postal, y quienes viajan al lado mío tienen los ojos imantados a la ventana, como hipnotizados por las autopistas y los enormes depósitos del puerto.

Llegamos al Galpón de Catalinas. La “plaza techada” como gustan llamar a este teatro los vecinos de la Boca que lo construyeron, luego de años de presentaciones al aire libre.

Asado, cervezas, más abrazos. Infaltable la competencia entre los asados uruguayos y los nuestros. Con carbón en lugar de leña, los locales nos resignamos a perder por goleada.
Los minutos previos a la primera tanda de choripanes, los dedican a sacarse fotos y observar el colorido bajorrelieve que cubre el frente del teatro.
De un modo que no comprendo, pero disfruto infinitamente, rodeada de todos ellos siento como si hubiera sido yo quien cruzó el río.

Los veo entrar y salir del teatro repetidas veces, saboreando con anticipación la sala. Los veo planificar paseos a más sitios de los que podrán conocer en las pocas horas que pasarán acá: “¿Dónde queda Caminito?” “ ¿A cuánto estamos de San Telmo?” “¿Es muy lejos la cancha de Boca?”
Los veo como niños que salen de viaje por primera vez, mirando todo con curiosidad y asombro, mientras devoran el asado como si fuera el último, y se van acomodando a este lugar tan parecido como diferente.

Las chicas que acompañan, organizan decididas su excursión a Palermo mientras intentan, con tenacidad pero sin resultado, coordinar con dos de los muchachos el encuentro en uno de los hoteles antes del retorno al teatro.

Algo de la ebullición de la llegada se va diluyendo cuando surgen las primeras cuestiones a resolver. La iluminadora se encamina a investigar las luces del teatro. Algunos se ocupan de cómo preparar el escenario.
Mientras, Federico, el director, oculta su enorme cansancio para responder con entusiasmo a una entrevista de radio. Como buen oriental, a pesar de su agotamiento, no mezquina ni una sonrisa, ni una conversación fluida y amena.

El Pistola comienza con paciencia a arriar a su manada, disimulando en su queja por el desorden la pasión que siente por ocupar ese lugar de referencia.
Momento de distribuirse para instalarse en los hoteles que les asignaron. No dejo de asombrarme del tiempo y el esfuerzo que les lleva resolver algo tan simple, están tan desorientados como si tuvieran que armar un tetris con piezas redondas.
Hay algo de la organización de la Muñeca que siempre será un misterio: me pregunto qué hechizo les permite montar con precisión suiza esa trama tan compleja de voces, colores y movimientos, siendo que repartir 20 personas en 3 hoteles puede convertirse en una tarea titánica.
Al revés de cómo estaba planeado, finalmente los pequeños contingentes parten, no sin que se les recuerde una docena de veces que a las seis y media los esperan para la prueba de sonido.

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Cae la tarde. Hora de maquillarse.
Las primeras estrellas avisan que falta poco para salir a escena, y en la entrada del teatro se respira adrenalina.

Los rostros cansados van desapareciendo tras los dibujos en blanco y negro que realizan las maquilladoras. Las voces se acercan a ensayar, y quienes estamos por ahí dando vueltas no podemos evitar la tentación de arrimarnos a escuchar.
De a poco, la metamorfosis de los integrantes se va completando, y ya casi no reconozco a algunos. Va llegando gente al teatro, y en la puerta una mesa con abundante comida y bebida empieza a recibir al público.

Minutos antes de dar sala, los murguistas finalizan su ensayo. Reconozco en sus bromas la misma inquietud previa al primer tablado en Tres Cruces, y a la presentación en el teatro de verano. Me alegro en silencio al verlos así, sabiendo que, con ese empuje, la función puede ser la primera de muchas más, en esta ciudad que puede volverse monstruosa si no se avanza sobre ella con valentía.

La gente entra de a poco al galpón. Algunos rezagados compran empanadas y gaseosas a último momento, y las llevan para comer en la sala. El Galpón de Catalinas tiene esa magia que permite sentirse a mitad de camino entre el teatro San Martín y un asado con amigos.

Las luces se apagan. Siento en el aire un infiltrado aroma a febrero. El sonido de la batería se asoma desde el pasillo, y detrás llega la murga cantando con osadía y bailando con entusiasmo.

Los murguistas nos vas introduciendo despacio en un territorio encantado desde el que miran a su pueblo con tanta dureza como cariño. El Toro hace lucir a sus personajes, acentuando los tonos y alargando las pausas. Cerca de mí, en el extremo izquierdo, Gonzalo ofrenda su baile como entregado a un ritual sagrado mientras intercambia con Ruben fugaces miradas teñidas de una envidiable complicidad infantil.
Desde un rincón semioculto que ha seleccionado luego de muchos cálculos para una visión panorámica, el Lechu observa todo con minuciosidad, sosteniendo con su mirada el andamiaje de la presentación de sus compañeros.
A Fede se le escapa una inmensa y franca sonrisa, mientras distribuye sus miles de oídos aquí y allí para repartir pequeños gestos entre todos los integrantes con una velocidad y sutileza de prestidigitador.
El Cachorro, como un duende travieso, juega agazapado a extraer deliciosos sonidos de sus platillos . En las miradas de todos hay destellos de felicidad y orgullo.
Tienen motivos de sobra.

La función sale redonda: la gente se ríe, se emociona, aplaude.
La Muñeca invita, en pleno invierno, a jugar el juego del carnaval, y el público se enciende.
Las canciones son puentes entre los murguistas y quienes los escuchan, puentes entre Montevideo y Buenos Aires.

Al ritmo del bombo y el redoblante, un puente que une mis dos orillas está allí, aunque nadie lo vea.

El espectáculo 2008 termina, pero todos sabemos que nadie quiere irse. Así que los murguistas nos regalan, y se regalan, unas cuantas canciones de yapa, para salir finalmente a invadir la calle de música.

La fiesta termina en aplausos y abrazos.
Y esta ciudad, que había olvidado el carnaval hace tiempo, queda perfumada por una noche de buenos aires montevideanos.

(Buenos Aires, septiembre 2008)

Domingo

“No lo encuentro” dijo Daniel a Marcelo en la puerta del patio.
“¿Cómo que no lo encontrás, pelotudo? Si estaba ahí recien...”
“Si. Ya se. Pero me di vuelta para saludar a la vieja y no se... no lo vi más”
Marcelo miraba a Daniel con fastidio. Aún se asombraba de lo inútil que podía ser su hermano menor.

Hacía cinco años que repetía la rutina cada domingo. Pasaba a buscar a su padre, luego a Daniel, y partían rumbo a Ezeiza, a ver a la vieja.
Seguía sintiendo cada domingo a la mañana el mismo dolor de estómago, la misma sensación de pesadilla, de “esto no puede estar pasando”, que sintió el primer día.
La vieja en cana. Increíble.
Y por honesta (“por boluda” decía el tío Carlos) Porque luego de darle el ladrillazo al hijo de puta que quiso afanarle la cartera, se fue derechito a la comisaría.
Homicidio. Con atenuantes, si si. Pero lo mismo le tocó ir al penal.
Hacía 5 años la misma rutina. El mismo horror.
Los cuatro compartiendo unos sanguchitos y una coca en ese patio inmundo.
Los cuatro sin saber que decir en ese obligado y lúgubre pic nic de cada domingo.

Recién se habían despedido de ella. “Hasta el domingo que viene, cuidate vieja, nos vemos”
“Bancame dos minutos que voy al ñoba” había dicho Marcelo.
Dos minutos. Dos minutos y ahora ya era media hora buscando al viejo en los pasillos del penal, cada vez con más personal alrededor, cada vez más ojos encima de ellos dos. Ojos acusadores como los que aparecían en los sueños de Marcelo desde hace cinco años. Ojos que lo miraban como si fuera el hijo de una asesina y ahora sumaban el agravante de que ni siquiera podía cuidar de su propio padre.
“Dónde carajo se puede haber metido” se preguntaba Marcelo una y otra vez mientras caminaba por los oscuros y descascarados pasillos del penal.Había pasado más de una hora cuando escuchó lamentos y gritos en un tono más que familiar. Los dos hermanos y los cuatro oficiales que los acompañaba corrieron hacía el lugar desde donde venían esos sonidos. En el fondo del comedor, tres osos vestidos de policías intentaban, inútilmente, que su padre se soltara de la cintura de la vieja, que lo miraba entre orgullosa y horrorizada.

Presagio

Debían llegar en cualquier momento. A Juliana las esperas breves siempre se le hacían más insoportables que las extensas. Cinco minutos aguardando un llamado eran, sin ninguna duda, mucho más largos que los ocho años que duró su carrera de arquitecta.

A las ocho habían dicho. Eran ocho y diez, así que la espera ya no tenía medida.

Desde que él se lo contó, había tenido un mal presentimiento. Había algo que la inquietaba en ese plan. “Son sólo dos días, llegamos el 31 y brindamos juntos” le había dicho Rodrigo dos semanas atrás.
Y Juliana aceptó. Aceptó sabiendo, a pesar de su intranquilidad, que cualquier argumento que opusiera iba a parecer un capricho.
¿Era que no quería empezar sus vacaciones sola? No. Lo había hecho otras veces, y no había sido un problema. Aún así, había algo en ese plan que no le cerraba. Algo le decía que no era una buena idea. Algo.
Pero Rodrigo estaba tan entusiasmado con la posibilidad de pescar a la encandilada con sus amigos, que la conmovió y la invitó a desestimar su intuición.
“Nos encontramos allá de nochecita” le dijo abrazándola al despedirse “Me esperás con una picadita y una cerveza” agregó intentando seducirla con la propuesta.

Así que allí estaba Juliana.
La picada intacta sobre la mesa.
La cerveza en el freezer.
Allí estaba Juliana acompañada sólo de su mal presagio.
Ocho y media. Nueve.
No se sorprendió de que pasara la hora y no llegaran. En el fondo, ya lo sabía.
Llamó repetidas veces al celular de Rodrigo. Nada.
No tenía a quien recurrir. Nadie en kilómetros a la redonda de esa playa desierta. Y encima año nuevo.
Nueve y media. Diez.
Los minutos caían con cuenta gotas
Un vaso con whisky al que se acercaba y del que se alejaba, era su única referencia.
Pasadas las once recibió en su celular la llamada del hospital. La estaba esperando.
“¿La señora de Mendizábal?”preguntó una voz esterilizada del otro lado del teléfono.

Lo que esa voz dijo, no quedó registrado en la conciencia de Juliana. Como algo automático, el nombre del hospital y el número de habitación pasaron directamente a su mano, que lo apuntó en una de las servilletas que estaban en la mesa.
Ya tenía todo listo: el bolso, las llaves del auto, un abrigo. Bebió el medio vaso de whisky que aun quedaba y salió.

La madre

Le tenía miedo. No lo sabía, pero le temía mucho.
Bueno, en realidad si lo sabía, pero lo sabía como se sabe con el cuerpo, aunque jamás hubiera podido decir: “le tengo miedo”.

Le temía porque no se parecía a ninguna de las otras mamás.
Le temía porque ante cualquier cosa que Soledad dijera, su madre le dirigía una mirada fulminante de reprobación, aún las veces en que luego de esa mirada pronunciara frases como “si, mi amor”, o “como vos prefieras”.

Le temía más que por lo que hacía, por aquellas cosas que nunca había hecho: jamás una caricia sobre su cabeza, ni una sonrisa al verla jugar, ni una mirada de preocupación al verla trepada en lo alto del pino del fondo.

Le temía porque en los once años de convivir con ella, no había dado ningún indicio de qué era lo que esperaba de Soledad. Aunque si era claro, por la minuciosidad con que la observaba, que algo esperaba. Algo que ella nunca adivinaba, algo que ella nunca podía hacer.
Era esa inmensa expectativa colgada en los ojos de su madre lo que Soledad más temía. Esa intraducible expectativa.

Carta de amor desde un edificio en llamas

Carta de amor desde un edificio en llamas

Ojalá el fuego no se lleve estas palabras.
Hace segundos acepté que probablemente no vuelva a verte y descubrí aterrada la cantidad de cosas que tenía para decirte.
No lo sabía. Te juro que no sabía que guardaba silencio.

Solo cuando el humo tapó casi por completo lo que veían mis ojos, pude divisar que hacía tiempo había dejado de cuidar el pequeño mundito que hace años habíamos empezado a construir.
La maldita excusa del trabajo. Del progreso. El sacrificio para estar mejor.
Y ahora acá, encerrada en esta oficina de mierda, me importan un carajo las vacaciones en Venecia, la pileta de la casa de Pilar, y el lavavajillas.
Ahora devolvería cada uno de esos inútiles objetos y pediría a cambio una noche.
Una noche silenciosa, que me permita volver a oír las incomprensibles palabras que se te escapan entre sueños. Una noche para quejarme de cómo me destapás. Una noche para que me abraces dormido con esa decisión que jamás tenés cuando estás despierto.
Una noche...