inaguro este rincón...
orillero...

de este lado ya había
mates llenos de risa,
mucho ruido,
y muchas nueces,
luces brillos jazz y tango,
montones de preguntas sin contestar,
un dolor silencioso e innombrable,
las palabras mas sensatas
en boca de quien prefirió decir dibujando,
y una vedette con preocupaciones geopolíticas...

traigo de allá,
un poco de carnaval en la mochila,
la nostalgia que pesqué en el río,
unos cuantos abrazos,
algo de magia que pasó de contrabando,
ladridos del tafa,
piedritas de lagos y mares en los zapatos,
el sonido de los tambores,
y un poco de maquillaje que me dejó un murguista al bajar del tablado

vamos a ver qué sale...
quien sabe...





Ventanas

Aquel mago tenía su guarida llena de ventanas mágicas, que colgaba y descolgaba de una gran pared de madera, y que cambiaba según sus ganas. Una de esas ventanas estaba llena de soles, para cuando el mago se sentía feliz. Otra, apenas iluminada, dejaba pasar una brisa fresca para cuando él quería quedarse en su guarida meditando, meditando, meditando. Había una más, en la que llovía a cántaros; sólo la colgaba cuando estaba infinitamente triste y solo. Nadie sabe cuántas veces ha colgado el mago esa ventana.
Tenía además una ventana diminuta: la utilizaba para observar de cerca, sin ser visto. Es que este mago era extremadamente curioso. Y un gran observador. Cuando colgaba esta ventanita, podía ver a las personas como si estuvieran a su lado y detenerse en cada detalle. Por suerte, nuestro mago era tan, pero tan discreto, que jamás le contó a nadie nada de todo lo que observó; y hasta hay algunos desconfiados que afirman que jamás existió tal ventanita.
Pero créanme que sí, que esa ventanita estuvo allí.
La más fantástica, era una gran ventana con cielos de colores, que el mago colgaba sólo para divertirse y desconcertar a sus invitados, que ya no sabían si era de día o de noche, si estaba nublado o había sol.
Igualmente, las ventanas no eran los únicos objetos encantados en ese lugar…
El mago escondía muchos otros tesoros: viejos libros amarillísimos y llenos de secretos, coloridas esferas voladoras que podían transformarse en elefantes o en sapos, verrugas de rinoceronte, papeles que se transformaban en conejos, y un cofre lleno de palabras olvidadas. Entre sus objetos más extraños había un reloj algo particular. Aparentemente, era un reloj de arena como cualquier otro.
Pero no: Este reloj medía el tiempo del alma del mago.
Si el mago necesitaba horas, días, semanas para reflexionar sobre cómo mejorar un truco, la arena bajaba despacito, de a un granito a la vez, y podían pasar meses desde que daba vuelta el reloj hasta que toda la arena pasara de un lado al otro: Cuando el mago intentaba desentrañar el misterio para una pócima infalible contra los estornudos, la arena demoró once días en bajar. Y mientras resolvía el complejo cálculo de un sortilegio que transformara tres pequeños cubos de madera en una locomotora con dos vagones, la arena bajó en tres semanas y media.
Otras veces, pocas, la arena se deslizaba hacia arriba. Esto sucedió en momentos en los que el mago deseó fervientemente volver el tiempo atrás. Lo más frecuente, sin embargo, era que el reloj se detuviera. Incluso algunas veces quedó flotando en el aire algún granito de arena durante días y días.
Y pocas, poquísimas veces, el reloj corría a toda velocidad. Esto sucedió por ejemplo, aquella tarde en que un viejo hechicero, que odiaba profundamente a nuestro mago porque siempre le ganaba en los concursos de hechicería, realizó un conjuro para que se inundaran las casas de todos los amigos del mago.
El hechicero sabía que el mago trabajaba concentradísimo en un truco para convertir un granito de café, dos de azúcar y tres miguitas de pan, en una merienda para quince personas. Este truco, con seguridad, ganaría el primer premio del concurso anual de magia.
Los amigos del mago, alarmados, fueron llamándolo uno por uno para contarle que sus casas se inundaban lentamente. Y el mago trabajó a toda velocidad, encantando las casas de sus amigos para transformarlas en barquitos, hasta que pudiera detener con otro conjuro la constante crecida del agua.
Al día siguiente, seco el suelo, vueltos los barcos a ser casitas, el mago convidó a sus amigos con la merienda mágica. Y, como era previsible, volvió a ganar el primer premio en el concurso de hechicería.
Una vez, el reloj de nuestro mago empezó a dar vueltas solo. No terminaba de pasar la arena, que el reloj nuevamente se invertía, o giraba como un trompo, o rodaba de lado, o permanecía inclinado durante horas. Hay muchos rumores que intentan explicar qué ventana colgaba el mago en los momentos previos a que el reloj enloqueciera de esa forma, pero ninguno es lo suficientemente confiable como para que yo los distraiga con esas versiones.