inaguro este rincón...
orillero...

de este lado ya había
mates llenos de risa,
mucho ruido,
y muchas nueces,
luces brillos jazz y tango,
montones de preguntas sin contestar,
un dolor silencioso e innombrable,
las palabras mas sensatas
en boca de quien prefirió decir dibujando,
y una vedette con preocupaciones geopolíticas...

traigo de allá,
un poco de carnaval en la mochila,
la nostalgia que pesqué en el río,
unos cuantos abrazos,
algo de magia que pasó de contrabando,
ladridos del tafa,
piedritas de lagos y mares en los zapatos,
el sonido de los tambores,
y un poco de maquillaje que me dejó un murguista al bajar del tablado

vamos a ver qué sale...
quien sabe...





penumbras

La habitación del fondo de la pensión es, sin duda, la menos luminosa. Este fue un dato que Ramiro desconoció por meses, ya que el día en que llegó a aquel caserón antiguo de paredes descascaradas, Doña Antonia sólo le mostró la habitación del fondo, y Ramiro la aceptó sin protestar.
Para llegar a ella, atravesó un largo y húmedo pasillo, con cinco puertas a la derecha, tres macetas con aloe vera a la izquierda y, estacionada luego del último matorral de aloe, la bandeja con piedritas en dónde el enorme gato gris de Doña Antonia depositaba sus desechos.
Al atravesar la puerta de madera, en dónde se adivinaba la huella de un número “5” que ya no estaba, Ramiro demoró unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.
Allí distinguió, a su izquierda, una cama pequeña cubierta con una frazada a cuadros, tan gastada que casi no se diferenciaban los colores.
En la pared del costado de la cama, un cuadro con una foto de la estatua de la libertad.
En el extremo opuesto de la pequeña habitación, una mesa de pino pintada de verde y dos sillas de caño, algo oxidadas, con sus almohadones cubiertos con una funda de margaritas y mariposas.
Sobre las mesa, dos vasos de vidrio: uno alto transparente y uno más pequeño color ámbar, un cenicero de lata en dónde unos años atrás se leía “Cinzano”, pero que hoy tiene varias capas de ceniza fosilizada y una lámpara de escritorio, con un diseño moderno, pero de calidad dudosa.
Sólo entra luz del exterior cuando la puerta está abierta, a diferencia de las otras habitaciones, que tienen ventanas.
Esto Ramiro lo supo unos meses después de mudarse, cuando la peruana de la habitación tres le pidió ayuda para bajar al gato de doña Antonia que se había instalado encima de su ropero.
El ropero de la peruana es mucho más grande que el de Ramiro, pero esto Ramiro no lo nota, o no le importa, porque sólo mira la ventana; y un poquito, de reojo, las tetas que la peruana exhibe con desparpajo.
Una vez desalojado el gato, vuelve Ramiro a la oscura habitación del fondo deseando de manera más o menos pareja la ventana y las tetas de la peruana, mueve el mouse de su laptop y se dispone a seguir trabajando.

hacia abajo

Es jueves. Son las once y cuarenta de la mañana. Ramiro sale de la pensión abrigado con un sobretodo gris que tiene casi tantos años como él.

Se quedó sin puchos, y no puede trabajar sin puchos.

En realidad Ramiro hace días que no está pudiendo trabajar, pero la idea de que su problema se solucionará con un atado de Parisiennes es tan tentadora, que empuja a Ramiro a salir a pesar de la mínima sensación térmica que advierte la radio.

Alucinando con anticipación el sabor del humo en su boca, Ramiro cruza la calle sin mirar a la derecha, ni a la izquierda (lo que de todos modos hubiera sido inútil, ya que no es una calle doble mano).
Si queremos saber hacia dónde mira Ramiro cuando cruza la calle, podemos decir que mira hacia adentro, sin poder arribar a más precisión, que al fin y al cabo Ramiro no es un hombre de precisiones.

En ese estado de soledad cruza la calle Ramiro, sin intención de conectarse con ningún elemento exterior que no sean los puchos, cuando un ruido confuso lo expulsa con violencia de su encierro.
Mientras va cayendo, impulsado por un golpe certero en su cadera derecha, Ramiro traduce esos sonidos: bocinazos, frenos que se fuerzan, un alarido de horror que proviene de la vereda de enfrente.

Los adoquines cada vez más cerca de su cabeza, un auto que se dibuja de refilón a la derecha de su campo visual. La cara de espanto de una mujer en la vereda, y Ramiro que mientras va cayendo llega a preguntarse si será la misma que gritaba.

Brotan preguntas en Ramiro mientras va aproximándose al suelo: ¿quién maneja el auto? ¿llegará a poner las manos antes de que su cabeza golpee contra los adoquines? ¿el auto ha logrado frenar o le pasará por encima? ¿alguien estará llamando una ambulancia?
Durante las caídas sólo hay preguntas, piensa Ramiro recordando el descenso de Alicia en la madriguera. Durante las caídas, sólo preguntas, repite Ramiro en el instante previo a tocar el piso y que todo se apague.