inaguro este rincón...
orillero...

de este lado ya había
mates llenos de risa,
mucho ruido,
y muchas nueces,
luces brillos jazz y tango,
montones de preguntas sin contestar,
un dolor silencioso e innombrable,
las palabras mas sensatas
en boca de quien prefirió decir dibujando,
y una vedette con preocupaciones geopolíticas...

traigo de allá,
un poco de carnaval en la mochila,
la nostalgia que pesqué en el río,
unos cuantos abrazos,
algo de magia que pasó de contrabando,
ladridos del tafa,
piedritas de lagos y mares en los zapatos,
el sonido de los tambores,
y un poco de maquillaje que me dejó un murguista al bajar del tablado

vamos a ver qué sale...
quien sabe...





impresiones

silencio
un silencio inundado de respiraciones
me aturden las respiraciones
de los actores
de la sala
mi propia respiración

en escena dos cuerpos perduran
sobreviven
dos soledades que se encuentran

bueno, al principio no
al principio dos soledades solas de toda soledad
apenas amontonadas
en un limbo de sofocante desamparo

dos hombres
un lisiado
un ciego

un hombre de piernas inertes camina
mientras el hombre sin ojos está inmóvil

el ciego no puede compartir ni el hambre
¿hay soledad más profunda que aquella de quien no puede compartir lo que le falta?

un silencio atravesado por palabras que se evaporan
palabras que son sólo ruido
dos cuerpos lanzando sonidos que se deshacen en el aire
el silencio no acontece porque no se hable: el silencio sucede porque nadie escucha

y el tiempo que no se detiene, pero tampoco transcurre
al tiempo se lo ha llevado una mujer que ya no está

de pronto
una palabra despierta un cuerpo dormido
quiero recordar cual es la primer palabra que llega a destino, pero no puedo
tal vez ni siquiera fue dicha
tal vez eso no importe
alcanza con que fue escuchada

el lisiado ofrece sus ojos al ciego
y brotan manzanas de los ojos del hombre sin pies

manzana
el fruto que sella pactos de dos para escapar de cómodos paraísos
de ignorancia
o de quietud

el ciego imagina rojo con los ojos prestados
y luego siente sed, y la comparte
sed de luz, sed de palabras
sed de otro

entonces, el futuro se puede respirar

Sobre la obra "Respiraciones" (Dirección M. Moncarz, con F. López y O. Possemato)

devenir

lo que deba suceder, sucederá
(pero hay más chances si al destino se lo ayuda un poquito)

silencio

ayer vi una mujer en la calle
era sordomuda
tenía enyesado su brazo derecho y, para poder comunicarse, hacía unos movimientos pequeños con los dedos que asomaban, intentando reproducir los gestos del lenguaje de señas

(y yo me quejo de que cada tanto me quedo un poco afónica)

tonos

con palabras, definitivamente el mundo tiene otro color

cansancio

hoy fue un día demasiado largo que empezó ayer

eureka

Descubrí que tal vez el motivo por el cual escribo es que hablando me siento bastante torpe. En la escritura tengo tiempo. Y cuando tengo tiempo me tropiezo menos. Igual que cuando camino despacito.
Escribo para descansar un rato.

frío

Duerme, por fin duerme.
Mónica se queda inmóvil contemplando la respiración algo entrecortada de su hijo.
Le corre un mechón de pelo de la cara, como si con ese gesto facilitara el ingreso de oxígeno en esos pequeños y fatigados pulmones.
Cuando el alivio empieza a apoderarse de su cuerpo, también la respiración de Mónica empieza a aquietarse.
Lleva cuatro días pendiente de los matices en la tos de su hijo, clasificando silbidos y midiendo el ritmo de inhalaciones y exhalaciones.
Matías sufre de broncoespasmos desde muy pequeño, desde hace cuatro años. Exactamente desde hace cuatro años, siete meses y doce días.

Desde aquella noche, en que por primera vez su marido llegó a su casa mucho más tarde del horario habitual. Aquella noche en que él entró a la casa, y se dirigió directamente al dormitorio sin siquiera saludar a su mujer que cenaba en la cocina, intentando conjurar con un programa de noticias la intranquilidad que le producía la espera. Aquella noche en la que él tampoco entró al dormitorio para darle un beso a su hijo.
Aquella noche en que con notable parsimonia metió casi toda su ropa en una valija ante la mirada estupefacta de Mónica, y luego de cerrar el cierre y el candado, la miró y sólo dijo “me voy”.
A ella le llevó unos pocos segundos salir del estupor, y cuando intentó articular una palabra, una pregunta, él la detuvo lanzándole una mirada helada.
Ese hielo quedó flotando en el aire luego de que su marido cerrara la puerta, y congeló a Mónica durante un rato. Minutos, horas. No tiene noción de cuánto tiempo estuvo parada, quieta, mirando aquella puerta.
Un sonido desconocido la despertó del hechizo.
Un silbido.
Prestó atención. Otro silbido.
Corrió hacia la habitación de Matías. Su hijo, transpirado, hacía entre sueños enormes esfuerzos por respirar. Mónica lo envolvió en una frazada. Corrió a buscar dinero que guardaba en un sobre bajo sus pullovers, corrió a buscar la credencial de la obra social en el cajoncito del escritorio, y luego corrió con su hijo en brazos a la calle, a buscar un taxi.

Desde el frío de aquella noche, silba la respiración de Matías y Mónica no puede dejar de correr.

lento

Ramiro avanza por Talcahuano y se da cuenta de que cada vez que camina por el centro se lo llevan por delante un promedio de tres personas por cuadra.
El supone que lo atropellan porque no lo ven.
Ramiro está tan convencido de que es invisible que ni por asomo se dará cuenta, en las muchas veces que seguirá yendo al centro, que él camina a una velocidad notablemente más lenta que el resto de los peatones, y que ese ritmo aletargado lo convierte en un blanco fácil.

Dobla por Lavalle y ve como, a toda velocidad, se le aproxima una enorme pila de carpetas que caminan sobre una piernas delgadas cubiertas de medias negras que finalizan en unos zapatos sobrios con unos tacos tan altos que a Ramiro le producen vértigo.
Lento de reflejos, Ramiro no logra decidir si es más adecuado correrse a la izquierda o la derecha, y en el medio de la vacilación la pila de carpetas cae sobre él.
"Perdón", dice Ramiro, que está acostumbrado a pedir disculpas cuando lo atropellan.
No recibe respuesta, y mientras observa el alfombrado de papeles que se produjo a su alrededor, ve como encima de las medias negras, aparece un trajecito gris, coronado por el rostro de su vecina de la dos, que lo mira sin salir de su asombro.
Callados, los dos se agachan simultáneamente a recolectar las carpetas, y esta coincidencia en el movimiento se le antoja simpática a la de la dos, que le dedica a Ramiro una pequeña sonrisa.

Es más linda cuando sonríe piensa Ramiro mientras de aleja por Lavalle, luego de haber terminado de juntar los papeles, sin haber intercambiado con su vecina ni una sola palabra.

cumpleaños

El 6 de agosto de mil novecientos setenta y tres, la casa de Ramiro amaneció algo alborotada. Para ser honestos, la que amaneció alborotada fue solamente la madre de Ramiro. Pero el torbellino energético en que se transformaba esa opaca mujer en escasas ocasiones alcanzaba para revolucionar el hogar entero, como si de golpe encendiera una reserva de combustible almacenada durante años.
Su hijo, su hijito, cumplía 6 años. Y siendo su primer cumpleaños de la era escolar, la madre consideró que era pertinente un festejo con todos sus compañeritos.
La madre se lo había anunciado a Ramiro con solemnidad y emoción, y él le respondió con un espeso silencio.
Desde un mes antes del aniversario, la madre se dedicó con un entusiasmo sin precedentes a la organización del festejo. Armó las invitaciones para los compañeros del grado, compró docenas de globos, y recorrió varias casas de cotillón para elegir el más adecuado.
El día anterior, compró gaseosas, sandwichitos de miga, y toneladas de papas fritas.
Y esa mañana, antes de llevarle el desayuno a la cama a Ramiro, colgó guirnaldas de colores en toda la casa y retiró de la confitería la torta, decorada como una patética cancha de fútbol con diecisiete (si, diecisiete) jugadores de fútbol amontonados encima de una alfombra de grana de color verde con un solo arco.
Cómo consiguió la madre de Ramiro la autorización de su marido para ese despliegue festivo, es algo que Ramiro aun se pregunta. Su padre era un enemigo absoluto de cualquier evento que se pareciera a un festejo. Al menos en la medida en que sucediera entre las paredes de su casa, ya que los parroquianos del club del barrio lo describían como un hombre de lo más divertido.
Pero para su madre ciertos hitos eran ineludibles así que, supone Ramiro, habría negociado con su padre una licencia para hacer el festejo, siempre y cuando él estuviera afuera, probablemente en el club, y no tuviera que cruzarse con la manada de críos que como una plaga llenarían su casa de ruido, migas, y pegotes de chicle.

La fortuna quiso que el onomástico cayera un sábado. Cuando Ramiro se levantó, pasadas las once, como casi todos los sábados, la casa estaba primorosamente decorada. Varias guirnaldas de papel crepé cruzaban el comedor, la mesa estaba cubierta con un mantel de plástico con unos dibujos de ositos marineros y había racimos de globos a lo largo de todo el pasillo.
Al fondo, en el pequeño estar anterior al baño, una piñata inmensa acaparó la atención de Ramiro por unos minutos.
Las horas siguientes transcurrieron viendo pasar a la madre de Ramiro de un lado a otro de la casa, doblando servilletas, haciendo repulgues de empanadas en miniatura y colocando el selecto cotillón en unas bolsitas de plástico que decían “feliz cumple”.

Para cuando se hicieron las cuatro de la tarde, hora en que estaban citados los invitados, Ramiro estaba bañado, peinado con raya al costado, y vestido con un pantalón negro con rayas grises y una camisa blanca. La camisa le quedaba un poco grande, pero tratándose del regalo de cumpleaños de su mamá, Ramiro no protestó.
Ambos se sentaron en el living a esperar.
Ramiro no dejaba de mirar los ositos marineros del mantel.
Cuatro y cuarto.
La madre acomodó el cuello de la camisa de Ramiro, y volvió a peinarle el remolino que amenazaba con estropear la primorosa prolijidad de su hijo.
Cuatro y media.
La madre fue a la cocina, a verificar la temperatura del horno, para recibir a los niños con empanadas calentitas.
Cinco menos cuarto.
La madre se quedó en la cocina, separando vasos y platos descartables.
Cinco.
Cinco y media.
La madre mira las bandejas desplegadas en la cocina, apaga el horno y apila lentamente los vasos y platos.
Seis.

La madre se seca las lágrimas antes de salir de la cocina. Se acerca a Ramiro, le besa la frente, y se va a su habitación.

Ramiro respira aliviado.
No hubiera podido soportar las burlas de sus compañeros cuando hubieran visto esos espantosos ositos.