inaguro este rincón...
orillero...

de este lado ya había
mates llenos de risa,
mucho ruido,
y muchas nueces,
luces brillos jazz y tango,
montones de preguntas sin contestar,
un dolor silencioso e innombrable,
las palabras mas sensatas
en boca de quien prefirió decir dibujando,
y una vedette con preocupaciones geopolíticas...

traigo de allá,
un poco de carnaval en la mochila,
la nostalgia que pesqué en el río,
unos cuantos abrazos,
algo de magia que pasó de contrabando,
ladridos del tafa,
piedritas de lagos y mares en los zapatos,
el sonido de los tambores,
y un poco de maquillaje que me dejó un murguista al bajar del tablado

vamos a ver qué sale...
quien sabe...





Milanesas

Tendría entre siete y diez años. No lo sabe con certeza. Todo lo que le sucedió entre los seis y los diez años ha ido a parar a una especie de recuerdo único, sin tiempo, sin orden, sin sentido.
Pero tiene que haber sido luego de los seis años, se dice a sí mismo Ramiro, porque ya sabía leer.
Incluso tal vez tenía más. Incluso tan vez le sucedió hasta los once, o doce, o trece.
No lo sabe.
Bajaba al sótano por la tarde, luego de volver del colegio y tomar la merienda. Se escurría hacia el húmedo universo que se ubicaba debajo de la casa, justo en el momento en que su madre levantaba las tazas de la merienda y las lavaba, apenas antes de que su padre llegara de trabajar.
Esos minutos en los que era invisible. Esos minutos en los que podía desaparecer sin que nadie le preguntara a dónde iba.

Bajaba al sótano con un libro, o dos. Y la linterna.
Había luz en el sótano, pero esa luz no le servía a Ramiro, porque no llegaba hasta su escondite preferido.
Ramiro había vaciado uno de los estantes de las enormes estanterías de acero, en donde su padre guardaba toda clase de herramientas y pedazos de maquinaria fuera de uso, bajo unas gruesas lonas naranjas, pero cubiertas de una capa de polvo tan espesa que apenas permitía distinguir el color.
Allí se instalaba Ramiro, a veces sentado con las piernas cruzadas y la espalda encorvada, y otras acostado boca abajo, la panza sobre el frío metal del estante.
Y leía.
Leía con su linterna durante horas. Leía para conjurar sus innumerables preguntas, porque la cabeza de Ramiro desbordaba de preguntas. Y cuanto más leía más preguntas tenía.
Leía la enciclopedia Británnica, cada uno de sus tomos, en orden alfabético. Leía la Mecánica Popular, y también la revista Muy interesante. Y luego leía la física de Newton, y la astronomía de Galileo. A estos a veces no los entendía, pero igual leía y leía.
Leía acerca de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, y se preguntaba donde terminaba el mundo, y se preguntaba cuando había empezado, y se preguntaba que es la muerte tal vez porque no se animaba a preguntarse qué es la vida.

Leía hasta que se acercaba la hora de la cena, y allí su ausencia se hacia visible, y su madre gritaba “ramiro ramiro” y luego su padre decía “donde se metió tu hijo” y su madre “es tu hijo también” y su padre “no lo parece, cuando hace estas cosas no lo parece”.
Y ahí ya no sabe Ramiro que más decían, porque se tapaba los oídos y ya no leía. A veces parecía que algún objeto había caído o se había estrellado contra una pared.
De pronto su cuerpo sentía el silencio, entonces Ramiro salía de su refugio, y subía las escaleras. Y se cruzaba a su padre, y no se atrevía a mirarlo a los ojos.
Y se cruzaba con su madre, muchas veces secándose lágrimas, mientras le preguntaba si prefería milanesas o salchichas.
Milanesas.
Ramiro siempre prefería milanesas.