Las venecitas lilas del baño. No hubiera imaginado nunca que de toda la casa, lo que querría llevarme fueran las venecitas lilas del baño.
Me acuerdo cuando las descubrí, sucias, casi escondidas en el mercado de pulgas a donde habíamos ido a buscar las puertas para las habitaciones y la bañera con patas con la que siempre había soñado Miguel.
Las vi, y supe enseguida que con ellas dibujaría laberintos entre los azulejos verdes que habíamos elegido para el baño de abajo. La cara de espanto del albañil, cuando le dije que me iba a ocupar personalmente de pegar las venecitas fue, entre carcajadas, el comentario obligado de cada cena, durante semanas.
El último aviso de desalojo había llegado hacía casi seis meses, cuando llevábamos tres años peleando junto con los vecinos contra la construcción de la represa.
En los meses que siguieron a la confirmación definitiva de la evacuación del pueblo, fuimos llevando de a poco nuestras pertenencias a la casa que compramos, a unos cincuenta kilómetros, con el dinero de la indemnización
Como si los objetos de la casa se resistieran a irse, como si prefirieran morir ahogados por la programada inundación que cubriría el valle, siempre algo quedaba por llevar: las cortinas tejidas por la abuela Ester para mi habitación, los posters de la Guerra de las galaxias de Pablito, o alguna de las docenas de hebillas que Cinthia iba dejando por la casa y con las que se ganó el apodo de “pulgarcito”.
Ahora, que Miguel ya sacó las pocas cosas que quedaban, y que tenemos tan sólo una hora para irnos de acá, empiezo a temer que voy a pasar el resto de mi vida en los mercados, buscando venecitas lilas.
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