inaguro este rincón...
orillero...

de este lado ya había
mates llenos de risa,
mucho ruido,
y muchas nueces,
luces brillos jazz y tango,
montones de preguntas sin contestar,
un dolor silencioso e innombrable,
las palabras mas sensatas
en boca de quien prefirió decir dibujando,
y una vedette con preocupaciones geopolíticas...

traigo de allá,
un poco de carnaval en la mochila,
la nostalgia que pesqué en el río,
unos cuantos abrazos,
algo de magia que pasó de contrabando,
ladridos del tafa,
piedritas de lagos y mares en los zapatos,
el sonido de los tambores,
y un poco de maquillaje que me dejó un murguista al bajar del tablado

vamos a ver qué sale...
quien sabe...





¿a nadie?

"Plata no. Si querés viajar, te pago el pasaje. Si querés comida, te compro un sandwich. Pero plata no.
Plata no le doy a nadie"

(de una señora muy elegante, a una muchacha que pedía monedas en el subte)

somos nosotros

juegan
dibujan aventuras con retazos de memoria

recortan sabores
iluminan vacíos
abrazan recuerdos

juegan
a inmortalizar el pasado
con una mentira que se vuelve real

un ritual
que celebra la historia
con la osadía de vestirla de ficción

arquitectos del disparate
cosen con música sucesos e inventos

camuflados
de respeto irreverente
son el otro de sí mismos

porque conocen su historia
se reconocen
nos reconocen

son nosotros
somos ellos
somos nosotros

Sobre la obra "Somos nosotros", del grupo Qué rompimos! (Dirección: Osqui Guzmán)

infancia

dejá eso
te vas a lastimar
dejalo

si te lastimás vas a ir al hospital
te vas a quedar internada
sola
ni mamá ni papá van a estar con vos
porque haces cosas para lastimarte
sola

así que ya te dije
dejá eso

(una madre a su hija de 4 o 5 años, lo escuché en el pasillo)

impresiones

silencio
un silencio inundado de respiraciones
me aturden las respiraciones
de los actores
de la sala
mi propia respiración

en escena dos cuerpos perduran
sobreviven
dos soledades que se encuentran

bueno, al principio no
al principio dos soledades solas de toda soledad
apenas amontonadas
en un limbo de sofocante desamparo

dos hombres
un lisiado
un ciego

un hombre de piernas inertes camina
mientras el hombre sin ojos está inmóvil

el ciego no puede compartir ni el hambre
¿hay soledad más profunda que aquella de quien no puede compartir lo que le falta?

un silencio atravesado por palabras que se evaporan
palabras que son sólo ruido
dos cuerpos lanzando sonidos que se deshacen en el aire
el silencio no acontece porque no se hable: el silencio sucede porque nadie escucha

y el tiempo que no se detiene, pero tampoco transcurre
al tiempo se lo ha llevado una mujer que ya no está

de pronto
una palabra despierta un cuerpo dormido
quiero recordar cual es la primer palabra que llega a destino, pero no puedo
tal vez ni siquiera fue dicha
tal vez eso no importe
alcanza con que fue escuchada

el lisiado ofrece sus ojos al ciego
y brotan manzanas de los ojos del hombre sin pies

manzana
el fruto que sella pactos de dos para escapar de cómodos paraísos
de ignorancia
o de quietud

el ciego imagina rojo con los ojos prestados
y luego siente sed, y la comparte
sed de luz, sed de palabras
sed de otro

entonces, el futuro se puede respirar

Sobre la obra "Respiraciones" (Dirección M. Moncarz, con F. López y O. Possemato)

devenir

lo que deba suceder, sucederá
(pero hay más chances si al destino se lo ayuda un poquito)

silencio

ayer vi una mujer en la calle
era sordomuda
tenía enyesado su brazo derecho y, para poder comunicarse, hacía unos movimientos pequeños con los dedos que asomaban, intentando reproducir los gestos del lenguaje de señas

(y yo me quejo de que cada tanto me quedo un poco afónica)

tonos

con palabras, definitivamente el mundo tiene otro color

cansancio

hoy fue un día demasiado largo que empezó ayer

eureka

Descubrí que tal vez el motivo por el cual escribo es que hablando me siento bastante torpe. En la escritura tengo tiempo. Y cuando tengo tiempo me tropiezo menos. Igual que cuando camino despacito.
Escribo para descansar un rato.

frío

Duerme, por fin duerme.
Mónica se queda inmóvil contemplando la respiración algo entrecortada de su hijo.
Le corre un mechón de pelo de la cara, como si con ese gesto facilitara el ingreso de oxígeno en esos pequeños y fatigados pulmones.
Cuando el alivio empieza a apoderarse de su cuerpo, también la respiración de Mónica empieza a aquietarse.
Lleva cuatro días pendiente de los matices en la tos de su hijo, clasificando silbidos y midiendo el ritmo de inhalaciones y exhalaciones.
Matías sufre de broncoespasmos desde muy pequeño, desde hace cuatro años. Exactamente desde hace cuatro años, siete meses y doce días.

Desde aquella noche, en que por primera vez su marido llegó a su casa mucho más tarde del horario habitual. Aquella noche en que él entró a la casa, y se dirigió directamente al dormitorio sin siquiera saludar a su mujer que cenaba en la cocina, intentando conjurar con un programa de noticias la intranquilidad que le producía la espera. Aquella noche en la que él tampoco entró al dormitorio para darle un beso a su hijo.
Aquella noche en que con notable parsimonia metió casi toda su ropa en una valija ante la mirada estupefacta de Mónica, y luego de cerrar el cierre y el candado, la miró y sólo dijo “me voy”.
A ella le llevó unos pocos segundos salir del estupor, y cuando intentó articular una palabra, una pregunta, él la detuvo lanzándole una mirada helada.
Ese hielo quedó flotando en el aire luego de que su marido cerrara la puerta, y congeló a Mónica durante un rato. Minutos, horas. No tiene noción de cuánto tiempo estuvo parada, quieta, mirando aquella puerta.
Un sonido desconocido la despertó del hechizo.
Un silbido.
Prestó atención. Otro silbido.
Corrió hacia la habitación de Matías. Su hijo, transpirado, hacía entre sueños enormes esfuerzos por respirar. Mónica lo envolvió en una frazada. Corrió a buscar dinero que guardaba en un sobre bajo sus pullovers, corrió a buscar la credencial de la obra social en el cajoncito del escritorio, y luego corrió con su hijo en brazos a la calle, a buscar un taxi.

Desde el frío de aquella noche, silba la respiración de Matías y Mónica no puede dejar de correr.

lento

Ramiro avanza por Talcahuano y se da cuenta de que cada vez que camina por el centro se lo llevan por delante un promedio de tres personas por cuadra.
El supone que lo atropellan porque no lo ven.
Ramiro está tan convencido de que es invisible que ni por asomo se dará cuenta, en las muchas veces que seguirá yendo al centro, que él camina a una velocidad notablemente más lenta que el resto de los peatones, y que ese ritmo aletargado lo convierte en un blanco fácil.

Dobla por Lavalle y ve como, a toda velocidad, se le aproxima una enorme pila de carpetas que caminan sobre una piernas delgadas cubiertas de medias negras que finalizan en unos zapatos sobrios con unos tacos tan altos que a Ramiro le producen vértigo.
Lento de reflejos, Ramiro no logra decidir si es más adecuado correrse a la izquierda o la derecha, y en el medio de la vacilación la pila de carpetas cae sobre él.
"Perdón", dice Ramiro, que está acostumbrado a pedir disculpas cuando lo atropellan.
No recibe respuesta, y mientras observa el alfombrado de papeles que se produjo a su alrededor, ve como encima de las medias negras, aparece un trajecito gris, coronado por el rostro de su vecina de la dos, que lo mira sin salir de su asombro.
Callados, los dos se agachan simultáneamente a recolectar las carpetas, y esta coincidencia en el movimiento se le antoja simpática a la de la dos, que le dedica a Ramiro una pequeña sonrisa.

Es más linda cuando sonríe piensa Ramiro mientras de aleja por Lavalle, luego de haber terminado de juntar los papeles, sin haber intercambiado con su vecina ni una sola palabra.

cumpleaños

El 6 de agosto de mil novecientos setenta y tres, la casa de Ramiro amaneció algo alborotada. Para ser honestos, la que amaneció alborotada fue solamente la madre de Ramiro. Pero el torbellino energético en que se transformaba esa opaca mujer en escasas ocasiones alcanzaba para revolucionar el hogar entero, como si de golpe encendiera una reserva de combustible almacenada durante años.
Su hijo, su hijito, cumplía 6 años. Y siendo su primer cumpleaños de la era escolar, la madre consideró que era pertinente un festejo con todos sus compañeritos.
La madre se lo había anunciado a Ramiro con solemnidad y emoción, y él le respondió con un espeso silencio.
Desde un mes antes del aniversario, la madre se dedicó con un entusiasmo sin precedentes a la organización del festejo. Armó las invitaciones para los compañeros del grado, compró docenas de globos, y recorrió varias casas de cotillón para elegir el más adecuado.
El día anterior, compró gaseosas, sandwichitos de miga, y toneladas de papas fritas.
Y esa mañana, antes de llevarle el desayuno a la cama a Ramiro, colgó guirnaldas de colores en toda la casa y retiró de la confitería la torta, decorada como una patética cancha de fútbol con diecisiete (si, diecisiete) jugadores de fútbol amontonados encima de una alfombra de grana de color verde con un solo arco.
Cómo consiguió la madre de Ramiro la autorización de su marido para ese despliegue festivo, es algo que Ramiro aun se pregunta. Su padre era un enemigo absoluto de cualquier evento que se pareciera a un festejo. Al menos en la medida en que sucediera entre las paredes de su casa, ya que los parroquianos del club del barrio lo describían como un hombre de lo más divertido.
Pero para su madre ciertos hitos eran ineludibles así que, supone Ramiro, habría negociado con su padre una licencia para hacer el festejo, siempre y cuando él estuviera afuera, probablemente en el club, y no tuviera que cruzarse con la manada de críos que como una plaga llenarían su casa de ruido, migas, y pegotes de chicle.

La fortuna quiso que el onomástico cayera un sábado. Cuando Ramiro se levantó, pasadas las once, como casi todos los sábados, la casa estaba primorosamente decorada. Varias guirnaldas de papel crepé cruzaban el comedor, la mesa estaba cubierta con un mantel de plástico con unos dibujos de ositos marineros y había racimos de globos a lo largo de todo el pasillo.
Al fondo, en el pequeño estar anterior al baño, una piñata inmensa acaparó la atención de Ramiro por unos minutos.
Las horas siguientes transcurrieron viendo pasar a la madre de Ramiro de un lado a otro de la casa, doblando servilletas, haciendo repulgues de empanadas en miniatura y colocando el selecto cotillón en unas bolsitas de plástico que decían “feliz cumple”.

Para cuando se hicieron las cuatro de la tarde, hora en que estaban citados los invitados, Ramiro estaba bañado, peinado con raya al costado, y vestido con un pantalón negro con rayas grises y una camisa blanca. La camisa le quedaba un poco grande, pero tratándose del regalo de cumpleaños de su mamá, Ramiro no protestó.
Ambos se sentaron en el living a esperar.
Ramiro no dejaba de mirar los ositos marineros del mantel.
Cuatro y cuarto.
La madre acomodó el cuello de la camisa de Ramiro, y volvió a peinarle el remolino que amenazaba con estropear la primorosa prolijidad de su hijo.
Cuatro y media.
La madre fue a la cocina, a verificar la temperatura del horno, para recibir a los niños con empanadas calentitas.
Cinco menos cuarto.
La madre se quedó en la cocina, separando vasos y platos descartables.
Cinco.
Cinco y media.
La madre mira las bandejas desplegadas en la cocina, apaga el horno y apila lentamente los vasos y platos.
Seis.

La madre se seca las lágrimas antes de salir de la cocina. Se acerca a Ramiro, le besa la frente, y se va a su habitación.

Ramiro respira aliviado.
No hubiera podido soportar las burlas de sus compañeros cuando hubieran visto esos espantosos ositos.

penumbras

La habitación del fondo de la pensión es, sin duda, la menos luminosa. Este fue un dato que Ramiro desconoció por meses, ya que el día en que llegó a aquel caserón antiguo de paredes descascaradas, Doña Antonia sólo le mostró la habitación del fondo, y Ramiro la aceptó sin protestar.
Para llegar a ella, atravesó un largo y húmedo pasillo, con cinco puertas a la derecha, tres macetas con aloe vera a la izquierda y, estacionada luego del último matorral de aloe, la bandeja con piedritas en dónde el enorme gato gris de Doña Antonia depositaba sus desechos.
Al atravesar la puerta de madera, en dónde se adivinaba la huella de un número “5” que ya no estaba, Ramiro demoró unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.
Allí distinguió, a su izquierda, una cama pequeña cubierta con una frazada a cuadros, tan gastada que casi no se diferenciaban los colores.
En la pared del costado de la cama, un cuadro con una foto de la estatua de la libertad.
En el extremo opuesto de la pequeña habitación, una mesa de pino pintada de verde y dos sillas de caño, algo oxidadas, con sus almohadones cubiertos con una funda de margaritas y mariposas.
Sobre las mesa, dos vasos de vidrio: uno alto transparente y uno más pequeño color ámbar, un cenicero de lata en dónde unos años atrás se leía “Cinzano”, pero que hoy tiene varias capas de ceniza fosilizada y una lámpara de escritorio, con un diseño moderno, pero de calidad dudosa.
Sólo entra luz del exterior cuando la puerta está abierta, a diferencia de las otras habitaciones, que tienen ventanas.
Esto Ramiro lo supo unos meses después de mudarse, cuando la peruana de la habitación tres le pidió ayuda para bajar al gato de doña Antonia que se había instalado encima de su ropero.
El ropero de la peruana es mucho más grande que el de Ramiro, pero esto Ramiro no lo nota, o no le importa, porque sólo mira la ventana; y un poquito, de reojo, las tetas que la peruana exhibe con desparpajo.
Una vez desalojado el gato, vuelve Ramiro a la oscura habitación del fondo deseando de manera más o menos pareja la ventana y las tetas de la peruana, mueve el mouse de su laptop y se dispone a seguir trabajando.

hacia abajo

Es jueves. Son las once y cuarenta de la mañana. Ramiro sale de la pensión abrigado con un sobretodo gris que tiene casi tantos años como él.

Se quedó sin puchos, y no puede trabajar sin puchos.

En realidad Ramiro hace días que no está pudiendo trabajar, pero la idea de que su problema se solucionará con un atado de Parisiennes es tan tentadora, que empuja a Ramiro a salir a pesar de la mínima sensación térmica que advierte la radio.

Alucinando con anticipación el sabor del humo en su boca, Ramiro cruza la calle sin mirar a la derecha, ni a la izquierda (lo que de todos modos hubiera sido inútil, ya que no es una calle doble mano).
Si queremos saber hacia dónde mira Ramiro cuando cruza la calle, podemos decir que mira hacia adentro, sin poder arribar a más precisión, que al fin y al cabo Ramiro no es un hombre de precisiones.

En ese estado de soledad cruza la calle Ramiro, sin intención de conectarse con ningún elemento exterior que no sean los puchos, cuando un ruido confuso lo expulsa con violencia de su encierro.
Mientras va cayendo, impulsado por un golpe certero en su cadera derecha, Ramiro traduce esos sonidos: bocinazos, frenos que se fuerzan, un alarido de horror que proviene de la vereda de enfrente.

Los adoquines cada vez más cerca de su cabeza, un auto que se dibuja de refilón a la derecha de su campo visual. La cara de espanto de una mujer en la vereda, y Ramiro que mientras va cayendo llega a preguntarse si será la misma que gritaba.

Brotan preguntas en Ramiro mientras va aproximándose al suelo: ¿quién maneja el auto? ¿llegará a poner las manos antes de que su cabeza golpee contra los adoquines? ¿el auto ha logrado frenar o le pasará por encima? ¿alguien estará llamando una ambulancia?
Durante las caídas sólo hay preguntas, piensa Ramiro recordando el descenso de Alicia en la madriguera. Durante las caídas, sólo preguntas, repite Ramiro en el instante previo a tocar el piso y que todo se apague.

Milanesas

Tendría entre siete y diez años. No lo sabe con certeza. Todo lo que le sucedió entre los seis y los diez años ha ido a parar a una especie de recuerdo único, sin tiempo, sin orden, sin sentido.
Pero tiene que haber sido luego de los seis años, se dice a sí mismo Ramiro, porque ya sabía leer.
Incluso tal vez tenía más. Incluso tan vez le sucedió hasta los once, o doce, o trece.
No lo sabe.
Bajaba al sótano por la tarde, luego de volver del colegio y tomar la merienda. Se escurría hacia el húmedo universo que se ubicaba debajo de la casa, justo en el momento en que su madre levantaba las tazas de la merienda y las lavaba, apenas antes de que su padre llegara de trabajar.
Esos minutos en los que era invisible. Esos minutos en los que podía desaparecer sin que nadie le preguntara a dónde iba.

Bajaba al sótano con un libro, o dos. Y la linterna.
Había luz en el sótano, pero esa luz no le servía a Ramiro, porque no llegaba hasta su escondite preferido.
Ramiro había vaciado uno de los estantes de las enormes estanterías de acero, en donde su padre guardaba toda clase de herramientas y pedazos de maquinaria fuera de uso, bajo unas gruesas lonas naranjas, pero cubiertas de una capa de polvo tan espesa que apenas permitía distinguir el color.
Allí se instalaba Ramiro, a veces sentado con las piernas cruzadas y la espalda encorvada, y otras acostado boca abajo, la panza sobre el frío metal del estante.
Y leía.
Leía con su linterna durante horas. Leía para conjurar sus innumerables preguntas, porque la cabeza de Ramiro desbordaba de preguntas. Y cuanto más leía más preguntas tenía.
Leía la enciclopedia Británnica, cada uno de sus tomos, en orden alfabético. Leía la Mecánica Popular, y también la revista Muy interesante. Y luego leía la física de Newton, y la astronomía de Galileo. A estos a veces no los entendía, pero igual leía y leía.
Leía acerca de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, y se preguntaba donde terminaba el mundo, y se preguntaba cuando había empezado, y se preguntaba que es la muerte tal vez porque no se animaba a preguntarse qué es la vida.

Leía hasta que se acercaba la hora de la cena, y allí su ausencia se hacia visible, y su madre gritaba “ramiro ramiro” y luego su padre decía “donde se metió tu hijo” y su madre “es tu hijo también” y su padre “no lo parece, cuando hace estas cosas no lo parece”.
Y ahí ya no sabe Ramiro que más decían, porque se tapaba los oídos y ya no leía. A veces parecía que algún objeto había caído o se había estrellado contra una pared.
De pronto su cuerpo sentía el silencio, entonces Ramiro salía de su refugio, y subía las escaleras. Y se cruzaba a su padre, y no se atrevía a mirarlo a los ojos.
Y se cruzaba con su madre, muchas veces secándose lágrimas, mientras le preguntaba si prefería milanesas o salchichas.
Milanesas.
Ramiro siempre prefería milanesas.

gracias por el fuego (despedida)

Las lágrimas siguen asomando al día siguiente, como si la noticia hubiera quedado suspendida en el momento de su llegada.
Se fue Benedetti.
Para los que nacimos en esa tierra contradictoria que se funda con el exilio de nuestros viejos, la infancia es un sitio invadido de voces lejanas con quienes uno comparte la vida cotidiana, hasta el punto de creer que esos parientes invisibles habitan todos los hogares del mundo.
Me acostumbré, entonces, desde chica, a que mi vieja tomara mate los domingos escuchando al abuelo Zitarrosa, que sonaba melancólico en los vinilos. A almorzar junto al tío Jaime Roos y sus tambores, o a que las cuerdas de Viglietti acompañaran las tardes mientras hacía la tarea.
También a que, colgado en la pared de la cocina, nos saludara cada mañana un tal Mario Benedetti, con dos poemas que mi viejo había pegado sobre un disco de madera -que habría sido la tapa de algún tacho- y que prolijamente había forrado con un contact para regalarle a mi mamá las palabras del poeta.

Un poco más grande, tendría once o doce años , descubrí que el abuelo Mario también dormía en la biblioteca. Medio escondido, en un libro destartalado de hojas gastadas, con algunos boletos o servilletas que marcaban sus páginas, estaba Inventario, lleno de poemas y canciones que me hicieron notar que la poesía brotaba de las palabras que usamos todos los días.
Aún hoy, cuando mis viejos están distraídos, vuelvo a robarles ese libro (más destartalado aún, pero con ese perfume inconfundible y tentador del papel añejo) hasta que mi vieja, que a pesar de su miopía tiene ojos de lince para detectar esos hurtos, reclama su devolución.

En cada mudanza, además de mis viejos y mi hermana, se trasladaba toda esa parentela: Tía Nacha, que me cantaba la canción de los patitos. Tío Galeano, que contaba historias cortitas que yo podía aprender de memoria. El primo Rada, tal vez responsable de la fascinación que sentimos con mi hermana por la percusión (y por los percusionistas). El bisabuelo Figari, que pintaba el color del candombe en sus lienzos. Y varios más, que no cargaban cajas ni canastos en ninguna de las tantas mudanzas, pero que una vez rearmado el hogar en el nuevo departamento volvían a estar ahí, en la biblioteca, los parlantes, y las paredes.

Algunos de ellos, a veces, venían a visitarnos juntos: Nacha y el Nano traían en sus voces las palabras de Mario, el negro Rada cantaba los mundos de Figari. Y a veces hacíamos callar tanto barullo, para poder compartir la sobremesa con el abuelo Tato, que era argentino pero se llevaba fenómeno con la monada charrúa.

De todos ellos, el abuelo Mario fue, quizás, el que me invitó con más insistencia a escribir.
"Mirá" me decía "es cuestión de escuchar las voces que están alrededor"
Al principio yo no escuchaba nada, y entonces no escribía nada.
Fueron muchos años de pasear por las páginas de sus novelas, cuentos y poemas. Y de ir visitando a sus amigos, que dormían también en la biblioteca de mis viejos. Y luego fueron otras bibliotecas. Y yo estaba atenta a escuchar, pero no oía nada.

Pasaron años, hasta que un día, caminando por el paisito entre mates y ensayos murgueros, sucedió: empecé a sentir las voces, y a descubrir sus historias, y no pude evitar escribirlas. Quizás tenía que ser allí, del otro lado del charco, del otro lado del exilio, en aquel lugar de donde provenían los sonidos y colores que poblaron mi infancia, en donde pudiera encontrar esas historias que pedían entre susurros ser contadas en papel.
Tal vez porque a pesar de las penas de aquel desarraigo, que provocó que naciera en esta orilla, tuve la fortuna de que las palabras del paisito, y las palabras del destierro fueran casi las mismas, palabras que se entendían, que podían jugar juntas, extrañarse y hasta pelearse.
Palabras que vinieron de aquellas hojas gastadas, y que hoy me siguen invitando a escribir.

Lila

Las venecitas lilas del baño. No hubiera imaginado nunca que de toda la casa, lo que querría llevarme fueran las venecitas lilas del baño.

Me acuerdo cuando las descubrí, sucias, casi escondidas en el mercado de pulgas a donde habíamos ido a buscar las puertas para las habitaciones y la bañera con patas con la que siempre había soñado Miguel.

Las vi, y supe enseguida que con ellas dibujaría laberintos entre los azulejos verdes que habíamos elegido para el baño de abajo. La cara de espanto del albañil, cuando le dije que me iba a ocupar personalmente de pegar las venecitas fue, entre carcajadas, el comentario obligado de cada cena, durante semanas.

El último aviso de desalojo había llegado hacía casi seis meses, cuando llevábamos tres años peleando junto con los vecinos contra la construcción de la represa.

En los meses que siguieron a la confirmación definitiva de la evacuación del pueblo, fuimos llevando de a poco nuestras pertenencias a la casa que compramos, a unos cincuenta kilómetros, con el dinero de la indemnización

Como si los objetos de la casa se resistieran a irse, como si prefirieran morir ahogados por la programada inundación que cubriría el valle, siempre algo quedaba por llevar: las cortinas tejidas por la abuela Ester para mi habitación, los posters de la Guerra de las galaxias de Pablito, o alguna de las docenas de hebillas que Cinthia iba dejando por la casa y con las que se ganó el apodo de “pulgarcito”.

Ahora, que Miguel ya sacó las pocas cosas que quedaban, y que tenemos tan sólo una hora para irnos de acá, empiezo a temer que voy a pasar el resto de mi vida en los mercados, buscando venecitas lilas.

orilla

guarida de voces
que bebo,
on the rocks,
mientras danza
la noche

pueblo de silencios
que abrigan
dónde el océano
susurra

tambores apuntan,
abren fuego,
estallan máscaras
disuelven redes

una orilla
eterna
me aguarda

poesía

algo que viene no se de dónde... y así como viene se va

reserva

aquí debería ir un poema
que no se deja escribir
pero que no me deja en paz si lo abandono
así que le guardo el lugarcito
para que se quede tranquilo
y mientras yo me voy
con mis palabras
a otra parte

efectos

lo bueno de febrero en buenos aires, es que aun tengo bastante uruguay en sangre