Tendría entre siete y diez años. No lo sabe con certeza. Todo lo que le sucedió entre los seis y los diez años ha ido a parar a una especie de recuerdo único, sin tiempo, sin orden, sin sentido.
Pero tiene que haber sido luego de los seis años, se dice a sí mismo Ramiro, porque ya sabía leer.
Incluso tal vez tenía más. Incluso tan vez le sucedió hasta los once, o doce, o trece.
No lo sabe.
Bajaba al sótano por la tarde, luego de volver del colegio y tomar la merienda. Se escurría hacia el húmedo universo que se ubicaba debajo de la casa, justo en el momento en que su madre levantaba las tazas de la merienda y las lavaba, apenas antes de que su padre llegara de trabajar.
Esos minutos en los que era invisible. Esos minutos en los que podía desaparecer sin que nadie le preguntara a dónde iba.
Bajaba al sótano con un libro, o dos. Y la linterna.
Había luz en el sótano, pero esa luz no le servía a Ramiro, porque no llegaba hasta su escondite preferido.
Ramiro había vaciado uno de los estantes de las enormes estanterías de acero, en donde su padre guardaba toda clase de herramientas y pedazos de maquinaria fuera de uso, bajo unas gruesas lonas naranjas, pero cubiertas de una capa de polvo tan espesa que apenas permitía distinguir el color.
Allí se instalaba Ramiro, a veces sentado con las piernas cruzadas y la espalda encorvada, y otras acostado boca abajo, la panza sobre el frío metal del estante.
Y leía.
Leía con su linterna durante horas. Leía para conjurar sus innumerables preguntas, porque la cabeza de Ramiro desbordaba de preguntas. Y cuanto más leía más preguntas tenía.
Leía la enciclopedia Británnica, cada uno de sus tomos, en orden alfabético. Leía la Mecánica Popular, y también la revista Muy interesante. Y luego leía la física de Newton, y la astronomía de Galileo. A estos a veces no los entendía, pero igual leía y leía.
Leía acerca de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, y se preguntaba donde terminaba el mundo, y se preguntaba cuando había empezado, y se preguntaba que es la muerte tal vez porque no se animaba a preguntarse qué es la vida.
Leía hasta que se acercaba la hora de la cena, y allí su ausencia se hacia visible, y su madre gritaba “ramiro ramiro” y luego su padre decía “donde se metió tu hijo” y su madre “es tu hijo también” y su padre “no lo parece, cuando hace estas cosas no lo parece”.
Y ahí ya no sabe Ramiro que más decían, porque se tapaba los oídos y ya no leía. A veces parecía que algún objeto había caído o se había estrellado contra una pared.
De pronto su cuerpo sentía el silencio, entonces Ramiro salía de su refugio, y subía las escaleras. Y se cruzaba a su padre, y no se atrevía a mirarlo a los ojos.
Y se cruzaba con su madre, muchas veces secándose lágrimas, mientras le preguntaba si prefería milanesas o salchichas.
Milanesas.
Ramiro siempre prefería milanesas.
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2 comentarios:
muy bueno! me gustó mucho. el final del padre que no cruza la mirada y la madre secandose las lágrimas es... sin palabras
Guau... acabo de conocer a Ramiro, sus libros y sus preguntas. Muy tierno, amiga. Vane
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