inaguro este rincón...
orillero...

de este lado ya había
mates llenos de risa,
mucho ruido,
y muchas nueces,
luces brillos jazz y tango,
montones de preguntas sin contestar,
un dolor silencioso e innombrable,
las palabras mas sensatas
en boca de quien prefirió decir dibujando,
y una vedette con preocupaciones geopolíticas...

traigo de allá,
un poco de carnaval en la mochila,
la nostalgia que pesqué en el río,
unos cuantos abrazos,
algo de magia que pasó de contrabando,
ladridos del tafa,
piedritas de lagos y mares en los zapatos,
el sonido de los tambores,
y un poco de maquillaje que me dejó un murguista al bajar del tablado

vamos a ver qué sale...
quien sabe...





gracias por el fuego (despedida)

Las lágrimas siguen asomando al día siguiente, como si la noticia hubiera quedado suspendida en el momento de su llegada.
Se fue Benedetti.
Para los que nacimos en esa tierra contradictoria que se funda con el exilio de nuestros viejos, la infancia es un sitio invadido de voces lejanas con quienes uno comparte la vida cotidiana, hasta el punto de creer que esos parientes invisibles habitan todos los hogares del mundo.
Me acostumbré, entonces, desde chica, a que mi vieja tomara mate los domingos escuchando al abuelo Zitarrosa, que sonaba melancólico en los vinilos. A almorzar junto al tío Jaime Roos y sus tambores, o a que las cuerdas de Viglietti acompañaran las tardes mientras hacía la tarea.
También a que, colgado en la pared de la cocina, nos saludara cada mañana un tal Mario Benedetti, con dos poemas que mi viejo había pegado sobre un disco de madera -que habría sido la tapa de algún tacho- y que prolijamente había forrado con un contact para regalarle a mi mamá las palabras del poeta.

Un poco más grande, tendría once o doce años , descubrí que el abuelo Mario también dormía en la biblioteca. Medio escondido, en un libro destartalado de hojas gastadas, con algunos boletos o servilletas que marcaban sus páginas, estaba Inventario, lleno de poemas y canciones que me hicieron notar que la poesía brotaba de las palabras que usamos todos los días.
Aún hoy, cuando mis viejos están distraídos, vuelvo a robarles ese libro (más destartalado aún, pero con ese perfume inconfundible y tentador del papel añejo) hasta que mi vieja, que a pesar de su miopía tiene ojos de lince para detectar esos hurtos, reclama su devolución.

En cada mudanza, además de mis viejos y mi hermana, se trasladaba toda esa parentela: Tía Nacha, que me cantaba la canción de los patitos. Tío Galeano, que contaba historias cortitas que yo podía aprender de memoria. El primo Rada, tal vez responsable de la fascinación que sentimos con mi hermana por la percusión (y por los percusionistas). El bisabuelo Figari, que pintaba el color del candombe en sus lienzos. Y varios más, que no cargaban cajas ni canastos en ninguna de las tantas mudanzas, pero que una vez rearmado el hogar en el nuevo departamento volvían a estar ahí, en la biblioteca, los parlantes, y las paredes.

Algunos de ellos, a veces, venían a visitarnos juntos: Nacha y el Nano traían en sus voces las palabras de Mario, el negro Rada cantaba los mundos de Figari. Y a veces hacíamos callar tanto barullo, para poder compartir la sobremesa con el abuelo Tato, que era argentino pero se llevaba fenómeno con la monada charrúa.

De todos ellos, el abuelo Mario fue, quizás, el que me invitó con más insistencia a escribir.
"Mirá" me decía "es cuestión de escuchar las voces que están alrededor"
Al principio yo no escuchaba nada, y entonces no escribía nada.
Fueron muchos años de pasear por las páginas de sus novelas, cuentos y poemas. Y de ir visitando a sus amigos, que dormían también en la biblioteca de mis viejos. Y luego fueron otras bibliotecas. Y yo estaba atenta a escuchar, pero no oía nada.

Pasaron años, hasta que un día, caminando por el paisito entre mates y ensayos murgueros, sucedió: empecé a sentir las voces, y a descubrir sus historias, y no pude evitar escribirlas. Quizás tenía que ser allí, del otro lado del charco, del otro lado del exilio, en aquel lugar de donde provenían los sonidos y colores que poblaron mi infancia, en donde pudiera encontrar esas historias que pedían entre susurros ser contadas en papel.
Tal vez porque a pesar de las penas de aquel desarraigo, que provocó que naciera en esta orilla, tuve la fortuna de que las palabras del paisito, y las palabras del destierro fueran casi las mismas, palabras que se entendían, que podían jugar juntas, extrañarse y hasta pelearse.
Palabras que vinieron de aquellas hojas gastadas, y que hoy me siguen invitando a escribir.

No hay comentarios: