El 6 de agosto de mil novecientos setenta y tres, la casa de Ramiro amaneció algo alborotada. Para ser honestos, la que amaneció alborotada fue solamente la madre de Ramiro. Pero el torbellino energético en que se transformaba esa opaca mujer en escasas ocasiones alcanzaba para revolucionar el hogar entero, como si de golpe encendiera una reserva de combustible almacenada durante años.
Su hijo, su hijito, cumplía 6 años. Y siendo su primer cumpleaños de la era escolar, la madre consideró que era pertinente un festejo con todos sus compañeritos.
La madre se lo había anunciado a Ramiro con solemnidad y emoción, y él le respondió con un espeso silencio.
Desde un mes antes del aniversario, la madre se dedicó con un entusiasmo sin precedentes a la organización del festejo. Armó las invitaciones para los compañeros del grado, compró docenas de globos, y recorrió varias casas de cotillón para elegir el más adecuado.
El día anterior, compró gaseosas, sandwichitos de miga, y toneladas de papas fritas.
Y esa mañana, antes de llevarle el desayuno a la cama a Ramiro, colgó guirnaldas de colores en toda la casa y retiró de la confitería la torta, decorada como una patética cancha de fútbol con diecisiete (si, diecisiete) jugadores de fútbol amontonados encima de una alfombra de grana de color verde con un solo arco.
Cómo consiguió la madre de Ramiro la autorización de su marido para ese despliegue festivo, es algo que Ramiro aun se pregunta. Su padre era un enemigo absoluto de cualquier evento que se pareciera a un festejo. Al menos en la medida en que sucediera entre las paredes de su casa, ya que los parroquianos del club del barrio lo describían como un hombre de lo más divertido.
Pero para su madre ciertos hitos eran ineludibles así que, supone Ramiro, habría negociado con su padre una licencia para hacer el festejo, siempre y cuando él estuviera afuera, probablemente en el club, y no tuviera que cruzarse con la manada de críos que como una plaga llenarían su casa de ruido, migas, y pegotes de chicle.
La fortuna quiso que el onomástico cayera un sábado. Cuando Ramiro se levantó, pasadas las once, como casi todos los sábados, la casa estaba primorosamente decorada. Varias guirnaldas de papel crepé cruzaban el comedor, la mesa estaba cubierta con un mantel de plástico con unos dibujos de ositos marineros y había racimos de globos a lo largo de todo el pasillo.
Al fondo, en el pequeño estar anterior al baño, una piñata inmensa acaparó la atención de Ramiro por unos minutos.
Las horas siguientes transcurrieron viendo pasar a la madre de Ramiro de un lado a otro de la casa, doblando servilletas, haciendo repulgues de empanadas en miniatura y colocando el selecto cotillón en unas bolsitas de plástico que decían “feliz cumple”.
Para cuando se hicieron las cuatro de la tarde, hora en que estaban citados los invitados, Ramiro estaba bañado, peinado con raya al costado, y vestido con un pantalón negro con rayas grises y una camisa blanca. La camisa le quedaba un poco grande, pero tratándose del regalo de cumpleaños de su mamá, Ramiro no protestó.
Ambos se sentaron en el living a esperar.
Ramiro no dejaba de mirar los ositos marineros del mantel.
Cuatro y cuarto.
La madre acomodó el cuello de la camisa de Ramiro, y volvió a peinarle el remolino que amenazaba con estropear la primorosa prolijidad de su hijo.
Cuatro y media.
La madre fue a la cocina, a verificar la temperatura del horno, para recibir a los niños con empanadas calentitas.
Cinco menos cuarto.
La madre se quedó en la cocina, separando vasos y platos descartables.
Cinco.
Cinco y media.
La madre mira las bandejas desplegadas en la cocina, apaga el horno y apila lentamente los vasos y platos.
Seis.
La madre se seca las lágrimas antes de salir de la cocina. Se acerca a Ramiro, le besa la frente, y se va a su habitación.
Ramiro respira aliviado.
No hubiera podido soportar las burlas de sus compañeros cuando hubieran visto esos espantosos ositos.
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1 comentario:
Me enternecen los relatos de la infancia de Ramiro... y los de su vida adulta me gustan mucho... Vane
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