Lo había oído en la radio. O en la tele, no estaba seguro: El agua estaba subiendo rápidamente en la ciudad. El río desbordaba.
Cuarenta centímetros, habían dicho. Cuarenta centímetros siempre le había parecido poco. ¿Cuánto eran cuarenta centímetros? ¿La altura de la mesa ratona? ¿Dos o tres escalones?
Pero ahora, cuarenta centímetros, cuarenta centímetros sobre el nivel habitual del río, cuarenta centímetros de ese fluído que siempre había sido azul y dejaría de serlo, le parecía un montón.
No quería creerlo, no quería imaginarlo y sin embargo forzosamente aparecía en su mente la imagen del zaguán de su casa inundado, con algún que otro pez colonizando su territorio.
Lo horrorizaba la idea de tener que irse del lugar en dónde había pasado toda su vida.
Así que cuando vio pasar el agua por debajo de la puerta, empalideció, quiso decir algo, pero sólo articuló algunos ecos de un tartamudeo, y cuando su mujer le tomó la mano, despertó.
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