Le tenía miedo. No lo sabía, pero le temía mucho.
Bueno, en realidad si lo sabía, pero lo sabía como se sabe con el cuerpo, aunque jamás hubiera podido decir: “le tengo miedo”.
Le temía porque no se parecía a ninguna de las otras mamás.
Le temía porque ante cualquier cosa que Soledad dijera, su madre le dirigía una mirada fulminante de reprobación, aún las veces en que luego de esa mirada pronunciara frases como “si, mi amor”, o “como vos prefieras”.
Le temía más que por lo que hacía, por aquellas cosas que nunca había hecho: jamás una caricia sobre su cabeza, ni una sonrisa al verla jugar, ni una mirada de preocupación al verla trepada en lo alto del pino del fondo.
Le temía porque en los once años de convivir con ella, no había dado ningún indicio de qué era lo que esperaba de Soledad. Aunque si era claro, por la minuciosidad con que la observaba, que algo esperaba. Algo que ella nunca adivinaba, algo que ella nunca podía hacer.
Era esa inmensa expectativa colgada en los ojos de su madre lo que Soledad más temía. Esa intraducible expectativa.
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