Bajaron del barco con los rostros tan cansados como expectantes. Mas ansiosos de fumarse un pucho que de observar la ciudad que los recibía, se fueron amontonando en la salida del puerto, como juntando envión para arrancar.
Los colores de los trajes asomaban por debajo de las fundas, derramando un poco de carnaval sobre el gris asfalto del estacionamiento.
Algunos apuraban el amanecer de las gargantas entonando parte del repertorio.
Abrazos, sonrisas, preguntas. Ya estaban acá. Había llegado el día de actuar por primera vez fuera del paisito. “Nuestra primera presentación internacional” bromeó uno dándose coraje.
Como al azar, a repartir murguistas, trajes y mochilas en los autos que llegaron a recibirlos. Hacia el teatro. El trayecto no se parece en nada a una postal, y quienes viajan al lado mío tienen los ojos imantados a la ventana, como hipnotizados por las autopistas y los enormes depósitos del puerto.
Llegamos al Galpón de Catalinas. La “plaza techada” como gustan llamar a este teatro los vecinos de la Boca que lo construyeron, luego de años de presentaciones al aire libre.
Asado, cervezas, más abrazos. Infaltable la competencia entre los asados uruguayos y los nuestros. Con carbón en lugar de leña, los locales nos resignamos a perder por goleada.
Los minutos previos a la primera tanda de choripanes, los dedican a sacarse fotos y observar el colorido bajorrelieve que cubre el frente del teatro.
De un modo que no comprendo, pero disfruto infinitamente, rodeada de todos ellos siento como si hubiera sido yo quien cruzó el río.
Los veo entrar y salir del teatro repetidas veces, saboreando con anticipación la sala. Los veo planificar paseos a más sitios de los que podrán conocer en las pocas horas que pasarán acá: “¿Dónde queda Caminito?” “ ¿A cuánto estamos de San Telmo?” “¿Es muy lejos la cancha de Boca?”
Los veo como niños que salen de viaje por primera vez, mirando todo con curiosidad y asombro, mientras devoran el asado como si fuera el último, y se van acomodando a este lugar tan parecido como diferente.
Las chicas que acompañan, organizan decididas su excursión a Palermo mientras intentan, con tenacidad pero sin resultado, coordinar con dos de los muchachos el encuentro en uno de los hoteles antes del retorno al teatro.
Algo de la ebullición de la llegada se va diluyendo cuando surgen las primeras cuestiones a resolver. La iluminadora se encamina a investigar las luces del teatro. Algunos se ocupan de cómo preparar el escenario.
Mientras, Federico, el director, oculta su enorme cansancio para responder con entusiasmo a una entrevista de radio. Como buen oriental, a pesar de su agotamiento, no mezquina ni una sonrisa, ni una conversación fluida y amena.
El Pistola comienza con paciencia a arriar a su manada, disimulando en su queja por el desorden la pasión que siente por ocupar ese lugar de referencia.
Momento de distribuirse para instalarse en los hoteles que les asignaron. No dejo de asombrarme del tiempo y el esfuerzo que les lleva resolver algo tan simple, están tan desorientados como si tuvieran que armar un tetris con piezas redondas.
Hay algo de la organización de la Muñeca que siempre será un misterio: me pregunto qué hechizo les permite montar con precisión suiza esa trama tan compleja de voces, colores y movimientos, siendo que repartir 20 personas en 3 hoteles puede convertirse en una tarea titánica.
Al revés de cómo estaba planeado, finalmente los pequeños contingentes parten, no sin que se les recuerde una docena de veces que a las seis y media los esperan para la prueba de sonido.
--------
Cae la tarde. Hora de maquillarse.
Las primeras estrellas avisan que falta poco para salir a escena, y en la entrada del teatro se respira adrenalina.
Los rostros cansados van desapareciendo tras los dibujos en blanco y negro que realizan las maquilladoras. Las voces se acercan a ensayar, y quienes estamos por ahí dando vueltas no podemos evitar la tentación de arrimarnos a escuchar.
De a poco, la metamorfosis de los integrantes se va completando, y ya casi no reconozco a algunos. Va llegando gente al teatro, y en la puerta una mesa con abundante comida y bebida empieza a recibir al público.
Minutos antes de dar sala, los murguistas finalizan su ensayo. Reconozco en sus bromas la misma inquietud previa al primer tablado en Tres Cruces, y a la presentación en el teatro de verano. Me alegro en silencio al verlos así, sabiendo que, con ese empuje, la función puede ser la primera de muchas más, en esta ciudad que puede volverse monstruosa si no se avanza sobre ella con valentía.
La gente entra de a poco al galpón. Algunos rezagados compran empanadas y gaseosas a último momento, y las llevan para comer en la sala. El Galpón de Catalinas tiene esa magia que permite sentirse a mitad de camino entre el teatro San Martín y un asado con amigos.
Las luces se apagan. Siento en el aire un infiltrado aroma a febrero. El sonido de la batería se asoma desde el pasillo, y detrás llega la murga cantando con osadía y bailando con entusiasmo.
Los murguistas nos vas introduciendo despacio en un territorio encantado desde el que miran a su pueblo con tanta dureza como cariño. El Toro hace lucir a sus personajes, acentuando los tonos y alargando las pausas. Cerca de mí, en el extremo izquierdo, Gonzalo ofrenda su baile como entregado a un ritual sagrado mientras intercambia con Ruben fugaces miradas teñidas de una envidiable complicidad infantil.
Desde un rincón semioculto que ha seleccionado luego de muchos cálculos para una visión panorámica, el Lechu observa todo con minuciosidad, sosteniendo con su mirada el andamiaje de la presentación de sus compañeros.
A Fede se le escapa una inmensa y franca sonrisa, mientras distribuye sus miles de oídos aquí y allí para repartir pequeños gestos entre todos los integrantes con una velocidad y sutileza de prestidigitador.
El Cachorro, como un duende travieso, juega agazapado a extraer deliciosos sonidos de sus platillos . En las miradas de todos hay destellos de felicidad y orgullo.
Tienen motivos de sobra.
La función sale redonda: la gente se ríe, se emociona, aplaude.
La Muñeca invita, en pleno invierno, a jugar el juego del carnaval, y el público se enciende.
Las canciones son puentes entre los murguistas y quienes los escuchan, puentes entre Montevideo y Buenos Aires.
Al ritmo del bombo y el redoblante, un puente que une mis dos orillas está allí, aunque nadie lo vea.
El espectáculo 2008 termina, pero todos sabemos que nadie quiere irse. Así que los murguistas nos regalan, y se regalan, unas cuantas canciones de yapa, para salir finalmente a invadir la calle de música.
La fiesta termina en aplausos y abrazos.
Y esta ciudad, que había olvidado el carnaval hace tiempo, queda perfumada por una noche de buenos aires montevideanos.
(Buenos Aires, septiembre 2008)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario